Y así fue como perdí los besos.

Camino por las abandonadas calles sin hacer caso de nada. Las nubes son negras y al poco rato empezará a llover, pero no me detengo ni me cobijo. Al poco rato el olor a asfalto mojado me abruma y el agua chorrea por mis mejillas. No, no estoy llorando. Hace mucho que no lo hago y menos por él. Él, mi ladrón del día tres de cada mes. Mi ladrón de sueños e ilusiones. El ladrón de mi felicidad.
Un coche detrás de mí toca el cláxon y se detiene. Me giro, encontrándome de nuevo con esos ojos avellanados. ¿Por qué me sigues? ¿Por qué me encuentras? ¿Por qué me robas? Me preguntas qué tal me va, y yo te sonrío con una sonrisa rota y te miento. Todo va bien, sí. Me he vuelto a enamorar, ya no pienso en ti. Ya no te necesito por las noches. Y ahora sí que lloro, y mis lágrimas se confunden con las lágrimas del cielo porque sí que le necesito. Cada ápice de mi cuerpo necesita su piel, pero no soy capaz de decírselo.
Me mira fijamente. Parece que quiera entrar dentro de mí y robarme el corazón. Pero ¿qué haces? Para. Ya es tuyo.
Me guiña el ojo y se va. Cuando me doy cuenta de todo, empiezo a correr detrás del coche, pero no lo alcanzo. Se me escapa. Y la esperanza se me escapa con él.
Ya no llueve, pero las lágrimas aún corren libres por mis mejillas. Lo recuerdo todo... como le conocí, como empecé a reír, como me enamoré, como le eché de menos. Duele. Los recuerdos buenos siempre duelen, y los malos aún más. Aún me arden las mejillas del corazón. Lo recuerdo todo, cada detalle, cada sentimiento, cada latido... Aún estoy ansiosa de placer en el recuerdo y casi me falta la respiración.